Por Pablo Milani
Los Beatles no fueron felices
Antes de los Beatles, y con la excepción del Rey Elvis desde Memphis para el mundo, la juventud aún no había sido tomada
en cuenta. No había logrado nada trascendente. Los cuatro de Liverpool, predestinados a dejar una huella indeleble, nacieron
durante la Segunda Guerra Mundial, un escenario por demás desalentador, en Liverpool, un oscuro y espeso sitio donde el
ocio era un laberinto de difícil escape. Una ciudad situada a 340 kilómetros al noroeste de Londres. Ella, la omnipotente
capital del Reino Unido, no tenía intención de brindarle apoyo a un suburbio bien intencionado que dependía básicamente de
un puerto. Serpenteando el río Mersey, Los Beatles fueron el primer eslabón de un giro visceral en una edad temprana y
frágil. El mundo parecía agotado, la guerra había dejado heridas abiertas que tardarían en cicatrizar muchos años más. Los
cuatro pequeños de Liverpool adolecían allí, donde la Guerra Fría atravesaba su etapa más caliente gracias a la crisis de los
misiles. Ellos ya habían demostrado clase y soberbia en clubes de Hamburgo y estaban listos para el estrellato. Los Beatles
dieron el puntapié inicial de una generación deseosa de valentía a fin de poder romper ese silencio entre horas muertas. Fue
una transformación sociológica y artística a niveles que nunca se habían alcanzado. John Lennon, Paul McCartney, George
Harrison y Ringo Starr, le pusieron voz a una generación descontenta y plagada de contradicciones. Además de la música,
levantaron la bandera de la creación a fuerza de arcos y flechas desde un punto donde antes no existía. Representaron el
antes y el después sin contención en un mundo que giraba despiadado y moribundo. Fueron la voz de una generación que no
estaba comprometida con nada. Hasta ese momento la juventud era una rara concepción de dudas sin forma y acciones
ensombrecidas por el poder de turno. Pero fueron ellos los responsables de llevar ese grito de una generación desconforme
donde los adultos habían llevado el planeta muy lejos hasta destruirlo completamente. No fue casual, todo lo que pasó
después tiene que ver un poco con ellos. Formaron parte del mundo de la minifalda, la aparición rebelde en teatros y
películas, el consumo masivo, la drogas y el sexo libre y la tarjeta de crédito en tiempos donde lo moral e inmoral se
entrelazaban.
Quizá la verdadera importancia de los Beatles, y de la beatlemanía que floreció durante bastantes años, fue más
sociológica que artística. Llegaron en un momento en que las provincias británicas empezaban a hacer valer sus
derechos frente al dominio intolerable de la metrópoli. Durante demasiado tiempo, Londres había dictado las
tendencias intelectuales, estéticas, sociales e incluso morales, y se esperaba que las provincias siguieran la
pauta. La industria del entretenimiento, cuyo centro era Londres, había estado dispuesta a explotar la inmensa
mina de talento de las provincias al tiempo que la despreciaba.*
De este modo, esta subclase provinciana creció de golpe. La agonía de Londres primero y EEUU entero después, les abrió las
puertas a esos chicos de mirada inocente y cortes de pelo que según ellos aseguraron, habían copiado de otros. Fueron los
creadores de una nueva obsesión por el perfeccionismo de aquellas canciones que iban a quedar para siempre en la psique
de todos. Pero nada fue en vano. También es verdad que atravesaron una especie de infelicidad de un éxito que los atravesó
en demasía sin apenas detenerse. Antes de ellos el éxito no tenía nada que ver con lo que les pasó. Dejaron de tocar en vivo
en 1966 y de ahí en más se encerraron a producir discos tan disímiles como experimentales. Al año siguiente murió el mejor
manager que podrían haber tenido, Brian Epstein. A partir de ese momento se dedicarían a dejar todo registrado en discos,
que hoy, son grabaciones de un valor incalculable. Odiaron tanto al mundo que se atrevieron a cambiarlo. Ellos fueron los
que colocaron el primer ladrillo en lo que después se convirtió en un muro conglomerado y autosuficiente dejando un legado
que se mantendría eternamente. Por su esencia, por su espontaneidad, y sobre todo, por su soberbia y convicción. Su
rebeldía tenía un propósito y una causa, dejar algo más que buenas canciones. Dejaron una nueva manera de pensar y de
sentir. Y ante todo, un misterio para los hombres que los sucedieron. Sus discos fueron analizados hasta la locura.
Inmortalizaron al Siglo XX para siempre. La década del sesenta se cargó de múltiples formas y tuvo acción y reacción gracias
a sus canciones. La tuvo a Marilyn Monroe con toda su eterna sexualidad en sus ojos al principio de la década. Y a John F.
Kennedy lo esperaría la historia una mañana fría de noviembre en la ciudad de Dallas. Un tiro lo detuvo en un camino que ya
le era propio y ese hecho cambió el estado de ánimo y el curso de EEUU y el mundo. Sin olvidar el inolvidable sueño de
Martin Luther King y su discurso desde las escalinatas del Monumento a Lincoln en Washington. Pero no todo fue verdad en
este campo minado de rosas. La década del sesenta terminó y con ella culminó el sueño de poder hacer un mundo mejor. Los
cuatro chicos de Liverpool habían crecido demasiado rápido, y juntos, poco y nada tuvieron que ver por separado. La
verborragia de Lennon en la última etapa elevada a la milésima potencia, los excesivos buenos modales de McCartney hasta
el hartazgo por mantener la unión de la banda. Harrison, un hombre callado, el pionero en introducir música hindú en
occidente y dueño de una de las mejores canciones del grupo “While my guitar Gently Weeps” y Ringo Starr, sencillamente el
baterista correcto para la dupla compositiva más efectiva y grandiosa de todos los tiempos. Sin embargo, había una tristeza
sin futuro, una desesperanza y una agonía en sus actos que los acompañaron hasta su anunciado final. Fue en esa icónica
foto firmada por Iain McMillan en el que los cuatro cruzaron la “Abbed Road” por la senda peatonal para pasar a
la inmortalidad y sentir que del otro lado de la calle, Los Beatles ya no existían. Como si su existencia habría pasado sólo por
esa calle, allí, mientras caminaban hasta llegar al otro lado.
Los Beatles se habían separado por causa y efecto y ese desenlace fue también el fin de un período romántico y la
ensoñación de otro destino aún más gris. Después vendrían tiempos peores. El naufragio de la década siguiente y la angustia
de que el paso del tiempo no soluciona los errores del pasado. 1980 empezó con la muerte estúpida de Lennon y confirmó
toda ilusión de un presente que se empeñaba en decir que todo tiempo pasado fue mejor. En el 2001 otra pata de la historia
entró en la inmortalidad, George Harrison, el hombre místico y susceptible de la banda. Ya no quedaba más por hacer. Con
Mc Cartney y Starr jamás alcanzaría. Los Beatles no existirían más pero a la vez el mundo nunca más sería el mismo.
Estarás en mis sueños esta noche?
Y al final / el amor que tomas / es igual al amor que hacés
The End
*Beatlemanía – Anthony Burgess –
Diario El País – 4 de octubre de 1992